El complejo de Chile

Una peste devasta a Tebas porque —reza el oráculo de Delfos— hay que lavar una mancha de sangre que ha sufrido este país y no dejarla crecer hasta que no tenga remedio…  esa mancha es la causa de las desventuras de la ciudad. Lo que el rey Edipo desconocía era que el responsable de los males, el monstruo culpable de esa sangre impune al que trágica y desmesuradamente intentaba encontrar, había sido desde siempre él mismo. Por calces alegóricos, el manoseado pero gran descubrimiento interpretativo de Freud puede volverse una vez más útil para entender algunos “síntomas” de una sociedad últimamente tan ¿“edípica”? como la chilena.
Porque la “cuestión mapuche” reflotada las últimas semanas, con la intensa puesta en escena social y política que hemos podido apreciar a través (y en) los medios de comunicación —con la compulsión hermenéutica sobre el tema dentro de la cual esta reflexión nace—, debe ser entendida como expresión de un síntoma que no se trata en última instancia solo de un conflicto de “diferencia cultural” entre el Estado chileno y el Pueblo mapuche, subyacente a las legítimas reivindicaciones de tierras (no tan)“ancestrales”, de autodeterminación, reconocimiento constitucional y reparo del daño histórico.
El (mal) llamado “conflicto mapuche” —nombre genérico bajo el cual se inscribe la efervescencia reciente— emerge a fines de los años 90 para referir al entonces resurgimiento de acciones reivindicativas indígenas al margen de los canales institucionales dispuestos por los gobiernos tempranos de la Concertación, canales no representativos e incapaces de viabilizar eficientemente las necesidades de acceso y protección a recursos tan básicos como la tierra y el agua. Lo que no designa el nombre “conflicto mapuche”, pero sí encarna dramáticamente, es su estrecho vínculo con los procesos de modernización neoliberal que se consolidan en Chile durante esa década, con su consecuente explotación indiscriminada de recursos naturales —como la inauguración de centrales hidroeléctricas en territorios habitados por mapuche-pehuenche— y la progresiva pauperización de las comunidades mapuche rurales. Dicho nombre no designa pero encarna, una de las contracaras del “exitoso” avance económico del país: El brutal ejercicio del poder contra la población más pobre de Chile, toda vez que escenifica la obscenidad de la institucionalidad nacional, es decir, su violencia constitutiva y el modo igualmente violento de relacionarse con la particularidad social que no se adecue a los “valores superiores” que articulan políticamente la Nación. Así, el anti-derecho instituido como universal “de excepción”—como diría el Premio Nacional de Historia, Gabriel Salazar—, se garantiza una vez más en la historia de la República a través de la aplicación de la ley antiterrorista creada por la dictadura cívico-militar de Pinochet, que ha sido invocada sistemáticamente hasta el día de hoy por el poder ejecutivo para perseguir a dirigentes, activistas y autoridades tradicionales mapuche —desde la administración de Ricardo Lagos, pasando por Bachelet hasta Piñera—; una ley fuertemente cuestionada a nivel internacional por su carácter espurio, al nivel de costarle al Estado un juicio en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Se sigue entonces que poner el foco en la pura discusión étnica termina siendo funcional al actual estado de las cosas. Nombrar este conflicto como si fuera mapuche oculta en definitiva sus profundas imbricaciones con la hegemonía de un modelo económico diseñado e impuesto en Chile a punta de terrorismo de Estado, que hoy opera discursivamente como el grado cero de la política institucional. ¿Qué pasaría si nos corremos de la circunscripción útil (o inútil, depende) del llamado “conflicto mapuche”? Podremos vislumbrar, tal vez, que el verdadero conflicto no está en las reivindicaciones identitarias de un Pueblo “originario” que preexistía al Estado y que este último no ha logrado “pacificar”. El núcleo conflictivo aparece más claramente cuando comprendemos el carácter excedente de la resistencia mapuche, un excedente de identidad que molesta al sistema, que le parece ajeno y susceptible de provocarle terror, pero que es producido por y dentro de la dinámica misma del sistema de explotación colonialista del Estado-nación. Hemos de recordar —por qué no— el vaticinio siempre potencial de Marx sobre el fin del capitalismo: algo así como no provocado por la resistencia de fuerzas externas de tradición precapitalista sino por su incapacidad fundamental para controlar sus contradicciones intrínsecas.


Apurándome un poco, no se tratará de desviar las razones de la lucha indígena para reivindicar otras causas “perdidas”, pero resulta inquietante observar hecho de que las y los mapuche en el Chile actual no solo tienen una identidad étnica, sino también una identidad campesina, de pobres, de proletarios, de estudiantes, de ciudadanos y ciudadanas chilenas (basta ver que más del 60% de su población se encuentra en Santiago, distribuida en las comunas más pobres y marginales, empleada mayoritariamente en trabajos “no calificados” o directamente residuales). El punto es que por el simple —y no tan simple— hecho de su solidaridad y conciencia identitaria (casi digo “de clase”) erigida en resistencia al ejercicio de un poder dominante vuelto aquí con rostro claramente visible, la “cuestión mapuche” devela y coagula con mayor facilidad aquello que en otros sectores sociales permanece oculto, desarticulado, y que tiene que ver con la dimensión universal de su resistencia a la barbarie como envés de las políticas públicas y su normalidad institucional, a la descontrolada acumulación capitalista, la discriminación y la injusticia social. Dimensión que deslinda lo tan interior del conflicto: un antagonismo en el corazón del sistema, una contradicción del Estado-nación consigo mismo que inocula la semilla de un proceso revolucionario hacia una de sociedad distinta —por qué no, de un planeta distinto—, y que puede serle amenazante si no pone los acentos adecuadamente. Por eso es mejor seguir denominándolo “conflicto mapuche”, agotar “trágicos” esfuerzos en buscar responsables, agudizar las tensiones o incluso buscar algún tipo entendimiento simbólico; la estrategia se parece a la falsa actividad del neurótico obsesivo, que despliega un hacer frenético para que en realidad nada cambie. Por eso el Estado de Chile se niega a pedir perdón; no vaya sucederle como a Edipo, que se encuentre de pronto con el insoportable destino trágico del monstruo dentro de sí mismo y termine sin ojos, desterrado en algún lugar ya sin reino.
Fuente: http://radio.uchile.cl/2013/01/29/el-complejo-de-chile/

Parkour, en línea recta por una estética "glocal"

Por Andrés Pereira

Como una maraña problemática me resulta observar el “hecho teatral” llamado Parkour, que va desde la escritura del texto de Eduardo Pavez hasta la recepción de la puesta en escena de Alejandro Goic, en la XIII Muestra de Dramaturgia Nacional (MN). Nudo que supongo posible desenredar de varias maneras, y del cual solo intentaré identificar algunas hebras —si acaso no enredo más el asunto.
El recorrido algo así como oblicuo, trazado en tanto propuesta literaria por este ejercicio dramatúrgico de formalidad irrepresentable y deslocalizada, para llegar a la concreción de un espectáculo incómodo, irreverente y dislocado; parece susceptible de ser leído a la luz de una reflexión sobre el espacio en que este texto dramático se pone en circulación. No está de más decir que en tales instancias (las muestras y festivales de dramaturgia) se define —o mejor dicho para este caso, confirma, canoniza, institucionaliza— pautas estéticas para seleccionar un texto teatral “con méritos”, y se produce un encuentro —no el único, claro está— entre la producción literaria y el horizonte de expectativa de la recepción
[1].
La cita al autor francés Valère Novarina en el discurso inaugural de esta versión de la MN, no hace sino confirmar simbólicamente el estrecho vínculo que se ha generado entre las producciones dramatúrgicas locales y las pautas marcadas por las poéticas europeas contemporáneas, las cuales han ejercido una fuerte influencia a través del ya consolidado Festival de Dramaturgia Europea Contemporánea (FE) y del trabajo de socialización de los textos europeos que desde ahí ha realizado Marco De la Parra y Benjamín Galemiri, quienes como autores canonizados, dan su sello de garantía a estas dramaturgias. El evento —el FE—, como instancia hoy central y legitimante en el campo teatral capitalino, no solo se ha erigido como un foco alternativo de producción, recepción y proyección teatral, altamente mediático y — me atrevo a decir— con mayor interés e importancia que la MN, sino que también parece imbricarse en los criterios estéticos que definen tanto la producción dramatúrgica nacional como la selección que se hace de los textos para la MN. Basta notar que tres de los jurados, entre ellos el director artístico de la MN, han realizado un importante trabajo para el FE y Instituto Goethe
[2].
Si bien nada nuevo digo con esto, es interesante observar y rastrear cómo, dónde y cuándo ocurre este encuentro de un proyecto autoral como el de Pavez, con los criterios de selección de una muestra que muestra lo que sería hoy la dramaturgia nacional. Identificar entonces la emergencia de esos enunciados (Foucault) que dan cuenta de lo que Villegas llama el discurso teatral hegemónico
[3], y observar cómo este opera en la configuración de un proyecto artístico, por debajo de las líneas que arman un texto dramatúrgico y lo ubican dentro del campo teatral, constituye una clave para comprender Parkour desde una perspectiva posible.
Dicho esto, lo que me interesa del texto, más allá de esa seductora formalidad vacua que tensiona las posibilidades de su representación (ojo con esto), con una funcionalidad interna dada por la sucesión de palabras e imágenes precisas pero sin referente claro —o más bien absolutamente contingente— que le imprimen una suerte de inteligencia autónoma; es que me lleva a apelar a ese lugar común no tan común de la forma=contenido. Ello provoca que la formalidad tan radicalmente deslavada del texto —vaciado y deslocalizado mediante recursos de “globalización dramatúrgica” muy bien logrados— adhiera al discurso teatral hegemónico, a un modelo para armar del cual, en cuanto se descree de su autonomía y eficacia como modelo, se identifica como un ejercicio de total provincialismo. Y es cuando aparece finalmente su relocalización y su contenido específico; y se constituye, en todo caso, en una muestra representativa de dramaturgia nacional.
Cuento aparte es la puesta en escena de la obra, donde se me vuelve sugestivo lo que ahora veo como un lapsus el día inaugural de la MN: En el video oficial exhibido a los asistentes, la imagen no calzaba con el audio, por un problema de desfase técnico, de asincronía. Con esto, uno —siempre algo paranoico— se ve tentado a leer una no coincidencia, un abismo entre el discurso oficial de la imagen y el discurso formateado de los actores. ¿Y qué tiene que ver esto con el trabajo del montaje? Tal vez nada, pero me parece ilustrativo para aproximarse al problema artístico que emerge de la puesta en escena. Y aunque no voy reconstruir ni analizar exhaustivamente el montaje, sí comentar que, en términos generales, la opción por ese formato de “stand up comedy” (por decir algo) con ciertos rasgos de orientalismo
[4], donde un actor trata a duras penas de encarnar el texto, volviendo al ejercicio medio provocativo, medio irreverente, pero desafortunado para con su textualidad; se desajusta, no coincide con lo que la dramaturgia reclama: una experimentación con los límites de su representación. En cambio, la propuesta corresponde a un híbrido que se instala justo en el lugar del entre medio de los discursos. Entre la poética legitimada y su performance nunca coincidente consigo misma, entre la glocalización[5] de la dramaturgia y la estrategia creativa —me arriesgo a decir— inconcientemente resistente de su puesta en escena. Un ejercicio trunco y equívoco que señala el posible abismo entre dos líneas rectas, paralelas.


[1] Para ampliar el tema de la estética de la recepción, véase Hans Robert Jauss, “La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria”, en La historia de la literatura como provocación, Barcelona Península, 2000.
[2] Me refiero a Luis Ureta, uno de los directores insignes del FE; a Soledad Lagos, quien ha realizado un importante trabajo de traducción y dramaturgia para el Instituto Goethe; y a Mauricio Barría, quien hoy realiza el trabajo de dramaturgista en un proyecto del Goethe.
[3] Juan Villegas, Historia multicultural del teatro y las teatralidades en América Latina, Buenos Aires, Galerna, 2005. El autor señala que existe cierto consenso respecto a que el discurso teatral hegemónico ha sido producido y dirigido a los sectores medios cultos urbanos, y que la tendencia general es que las formas teatrales que no apelan a estos sectores en sus códigos estéticos y culturales se constituyen en marginales o excluidos.
[4] El extrañante recurso de plegarias orientales en el audio, hace sentido con esta suerte de referencia deslocalizada o globalizante planteada, pero no significa sino una reducción de su origen oriental a un Otro homogéneo y por tanto las pretensiones universalistas del discurso. Esto lo puedo consignar solamente por mi propia ignorancia del origen del cántico.
[5] El neologismo “glocalización” no es mío; pero olvidé la fuente.